domingo, 7 de julio de 2013

Sobre el aborto

En lo que respecta al aborto, voy más allá de la opinión políticamente correcta de «en casos de malformaciones y violaciones». Creo que debería ser posible practicar abortos legales en todas las circunstancias en que no se ponga en riesgo la vida de la madre —o sea, en los primeros meses de gestación—, si existe consenso por parte de los potenciales padres y, cuando se trate de menores de edad, de los padres de los padres.

No obstante, antes de efectuarse el procedimiento, debería brindárseles, especialmente a la madre, información y asesoramiento psicológico, y hasta espiritual, para cerciorarse de que la decisión sea tomada a consciencia considerando todos los pros y contras. Mejor dicho, a la madre debería pintársele un panorama en el que la opción menos recomendable sea el aborto, pero que siga allí como opción si definitivamente no hay forma de que cambie de idea.

Yo no estoy a favor del aborto. Estoy casi completamente seguro de que nunca evitaría el nacimiento de un hijo mío. Aun para alguien poco supersticioso como yo, el escenario es tenebroso. De lo que estoy a favor es de la libertad personal y de la efectiva secularización del estado. No encuentro el aborto instrínsecamente positivo, pero siendo consecuente con la compleja situación social y económica que afronta el mundo, y en especial nuestro país, entiendo que en muchos casos puede ser el menor de los males. Y si podemos hacerlo aún menor poniendo a disposición los elementos para que se haga de forma profesional y segura, es mucho lo que estamos progresando. 

Por otra parte, como varias personas han mencionado, no creo que irse de aborto sea para una mujer como irse de paseo, por lo que no veo lógico que la liberalización en este aspecto vaya a generar un frenesí abortivo de proporciones bíblicas como temen los conservadores. A  Quien pueda practicarse un aborto más de una vez, sin ningún remordimiento ni trauma, definitivamente me le quito el sombrero.



En mi opinión, hay niveles de inmoralidad en el aborto. Así como no se puede juzgar igual a la chica abusada que a la que se olvidó de planificar, también hay diferencias notables entre la muchacha pobre a la cual su novio prometió el cielo antes de abandonarla y la mujer rica casada que quiere desaparecer el fruto de una aventura.

Mi fuero interno me señala que a la segunda debería obligársele a tener el hijo porque tiene con que mantenerlo, pero como lo que quiero es sugerir un esquema legal sensato que no responda a condicionamientos morales, debo creer en que ambas tienen el mismo derecho a interrumpir ese embarazo que, por una u otra razón, ya no desean.

Muy en la dirección de John Stuart Mill, creo que el castigo, si tiene lugar, estará en el repudio que estas mujeres pueden llegar a recibir en su entorno familiar o vecinal por causa de su decisión o en las secuelas psicológicas que esta probablemente deje. Quizás porque como dicen: Hell is other people. Pero no lo deseo el mal a nadie. Si estas mujeres consiguen proseguir su proyecto de vida de forma feliz y con el apoyo de quienes las rodean, me parece fabuloso.


Si hay un dios que castigue estas cosas, que salden cuentas con él después. Por lo pronto, que cada cual se las arregle como pueda y preferiblemente con ayuda de un marco legal que facilite la realización personal, dejando a un lado el lastre de la tradición religiosa. Claro que quien quiera recurrir a ella para moldear su existencia, puede hacerlo. De eso se trata la libertad. Si los padres temerosos de Dios y enemigos de la contracepción quieren tener hijos como conejos, pueden seguirlo haciendo... por ahora.

La sección de comentario queda abierto para todo el que quiera compartirme su opinión —tan conservadora o libertaria como se le antoje—.


Philoraptor es un ponente habitual de este blog.

lunes, 10 de junio de 2013

De la inmadurez y el perreo

Es triste que en esta sociedad la concepción de madurez esté estrechamente ligada a la idea de «normalizarse». Si uno tiene un background alternativo, subcultural o contracultural, en algún momento se le pide a gritos que acoja estéticas y tendencias de las mayorías, ya que por algo son las mayorías. Es decir, tanta gente no puede estar equivocada: falacia ad populum. O así esté equivocada, merece toda esa condescendencia de nuestra parte.

La madurez debería verse como la capacidad de desarrollar gustos y opiniones más independientes, de ser más creativos y menos predecibles. Pero no. La sociedad se burla de los punketos y metaleros de más de 30 años porque fallaron en su intento —si es que al menos lo intentaron— de acoplarse. Porque siguen alienados por un juvenil espíritu gamberro, porque se resisten a los encantos normalizadores de Abercrombie y Hollister. Porque probablemente siguen aferrados a la endogamia; a la infantil idea de que deben compartir su vida con alguien que tenga los mismos gustos.

La tribu urbana es vista como la representación más patente de la inmadurez cultural, y aunque en parte estoy de acuerdo, tampoco me convence el pretendido camaleonismo pregonado por la mayoría cool. 

Pensemos en el baile, la actividad estandarizadora por excelencia, al menos en este país. Recuerdo haber fracasado muy pronto en mis intentos de baile social, a la edad de 6 o 7 años, y, solo en parte debido a la ausencia de aptitudes, principalmente por la incapacidad de comprender las ventajas de esa actividad, en adelante nunca sentí la necesidad de hacerlo.

Cuando descubrí el rock, sentí que tenía por fin una justificación para no bailar. Era rockero y eso me dotaba de un aura de misticismo que usaba para disculparme ante el mundo por muchas cosas, incluyendo mi fracaso en los deportes y la imposibilidad de relacionarme de forma natural con mis compañeros de clase, especialmente las mujeres. Era más inteligente que los demás y, encima, escuchaba mejor música, ¿por qué me iba a acomplejar?

Pero la sociedad no te perdona. No importa si eres un excelente escritor —no digo que yo lo sea, es un ejemplo—, si eres satanista o millonario. No importa qué música te guste realmente, ni cuáles sean tus ideas sobre el mundo, una sociedad vacía y mediocre como la colombiana, y tal vez más la caleña, espera que te encante la idea de entrar a un sitio crossover y tratar de disfrutar la insulsa música del momento; que te prendas con aguardiente, saques a bailar desconocidas —aun cuando las posibilidades de intimar con ellas al final de la noche sean reducidas— y  sigas todo los protocolos de lo que se ha convenido como divertido. En la pista todos somos iguales, y eso tiene un gran atractivo para muchos.

Incluso hay un elemento hipster involucrado, ya que muchos de los cool-maduros que abogan por esta normalización tienen gustos genuinos muy alejados de lo que los enloquece en la pista en una noche cargada de tragos y lujuria. En sus reproductores de música probablemente no tienen «con ropa haciendo el amor». Quizá desprecien realmente ese tipo de canciones, y la rumba la viven con un dejo de ironía. Algo que, debo confesar, intenté hacer, pero no funcionó.




Algo así (imagen tomada de Post-Rock Raven)


A propósito de un comentario en Facebook, hace algún tiempo, alguien dijo que yo era una persona cerrada y, encima, agregó que tenía una mentalidad típica de «ciudad pequeña». Que si algún día viviera en Bogotá, cambiaría mi visión de las cosas. La verdad no entendí por qué lo dijo. Ni Cali es una ciudad tan pequeña ni   es imposible encontrar metaleros-salseros o alternativos que bailan vallenato borrachos.

Lo que me queda de todo esto es que no importa que tenga una colección con más de dos mil artistas, que pueda disfrutar de decenas de estilos, canciones de diferentes idiomas y épocas, con intenciones expresivas a veces radicalmente opuestas, porque mientras encuentre molesta la voz del pusilánime ese cantante de Aventura, seré una persona supremamente cerrada. Estoy obligado a crear una cierta simpatía por ese tipo de cosas, pero claro, a la gran mayoría nunca le pedirán que se deje conmover o impresionar por Cocteau Twins, Booker T. and the MG's o Tortoise.

Lo siento, pero la salsa no hace parte de mis referentes culturales fuertes. O tal vez si sea fuerte, pero no positivo. Fue aquello en oposición a lo que crecí. Eso suena inmaduro, pero siento que la inmadurez ya pasó. Llegué a entender bastante de la historia del género y a respetar varios de sus momentos e intérpretes, pero no, no disfruto. No me produce ganas de bailar y, entonces, no lo hago.

¿Por qué es tan fundamental bailar? Mucha gente no tiene buena gramática, no sabe un segundo idioma, no es capaz de reformatear un computador, no puede generar una sola idea creativa. Sin embargo no los hacen sentir tan incompletos como a alguien que, como yo, no sabe ni le interesa bailar*.

Por eso me resultan incómodos los encuentros con extranjeros en mi ciudad. Generalmente no quieren envolverse en discusiones interesantes conmigo o analizar las diferencias entre nuestros gobiernos. Casi nunca tienen idea de las bandas que me gustan de sus países. En vez de eso, solo desean que como el típico caleño que debería ser, los llevé al lugar con la mejor rumba.

*Entiéndase bailar en el sentido pseudo-académico que predomina en esta sociedad refiriéndose a un baile estandarizado que se puede hacer bien o mal. Porque bailar, bailo. Cuando escucho música que me gusta muevo mi cuerpo anárquica y desprejuiciadamente.

jueves, 28 de marzo de 2013

Ser agnóstico en Semana Santa


Tal vez parezca poco sensible jugar al grinch de la semana santa, pero juro por la posible existencia de Dios que no es mi intención. Simplemente desde mi posición de outsider tengo derecho a reflexionar sobre la festividad por la cual recibo dos días de descanso pago… a pesar de no creer.

Lo bueno del agnosticismo es que uno es un outsider a medias. De hecho, ser agnóstico es genial. Los ateos te respetan, los creyentes no te aborrecen… tanto. Cuando mueras, si definitivamente Dios no existe, no te sentirás tonto por haberte pasado la vida venerándolo. Por otra parte, si resulta que sí existe, tal vez sea posible que decida enviarte al cielo después de todo, ya que te aferraste a una pequeña esperanza aun sin contar con evidencia; y fuiste bueno sin necesidad de creer ciegamente en la existencia de un dios castigador, lo que es bastante meritorio en estos tiempos. Como agnóstico soy capaz de vislumbrar la existencia de un dios ordernador del universo, pero no podría verlo como un legislador —aunque soy consciente de que la moral cristiana sigue teniendo un peso muy grande en el derecho moderno—.

Entonces, los agnósticos nos situamos en un punto medio muy cómodo. Posamos de humildes, con comentarios del tipo «Me parece algo ofensivo para con Dios que pretendas conocerlo con precisión. Saber exactamente cómo es y qué opina sobre todo», o «¿En serio crees que lo que ves es todo lo que hay? ¿Y las grandes preguntas que aún no contesta la ciencia?».
   
Pero la verdad es que los agnósticos nos creemos superiores. Juzgamos a los cristianos por su ingenuidad y a los ateos por su falta de imaginación. Incluso el ateísmo puede tornarse militante. El agnosticismo no. Por naturaleza es falto de compromiso y hasta irónico. Aunque el agnosticismo a veces sea representado por un signo de interrogación, no es que nos la pasemos preguntándonos si en verdad Dios existe. Es decir, sería interesante saberlo, pero, al menos en lo personal, no es una información fundamental.



¿Cuál es el punto con que exista o no si igual las cartas están ya jugadas? Si nos va bien, mérito de Dios. Si no vas mal, Dios poniéndonos a prueba o preparando el camino ante algo mejor. Nunca nada será su culpa, porque se supone que no comete errores. Ser homosexual está mal, pero no es que dios los haya creado así. ¡¿Qué clase de dios sabio haría un ser de una forma que tiene que ser cambiado so pena del fuego eterno!? Con seguridad los homosexuales no nacen, se hacen. Esas son el tipo de cosas que te dirá casi cualquier cristiano.

Como apuntó alguien por ahí «Dios es como un casino. Nunca pierde». Incluso ya está escrito que derrotará a satanás. ¿Y cuál es la motivación de satanás para combatir si sabe que igual saldrá derrotado? ¿Reunir el mayor número de almas perdidas para torturarlas?


El punto es que ante una visión teológica tan rígida, ¿cómo no sentirnos tentados a desarrollar nuestra propia imagen de Dios? Un dios al que le preocupen cosas más trascendentales que si te acuestas con tu novia o te masturbas pensando en la vecina casada.

Leer Oración por Owen de John Irving me hizo reactivar mi lado místico y mi capacidad de creer en milagros y misiones de vida, pero al mismo tiempo reafirmó mi desprecio por la hipocresía eclesiástica (al menos en su mayoría de instituciones). Y es que básicamente te obligan a creer fervientemente que hace dos mil años una espíritu embarazó a la esposa de un carpintero, pero de ninguna forma aceptarían una historia parecida en estos tiempos. En sus escrituras tienen al único y verdadero mesías. No hay lugar para la salvación en ningún otro lado. Si tú o yo argumentamos haber nacido de madres vírgenes, nos etiquetarían de locos o herejes. En suma, el buen libro, el de Irving me hizo más agnóstico.

Cierro esta reflexión con el mejor argumento, y probablemente el más pretencioso, que tenemos los agnósticos: si de verdad existe un ente divino de inteligencia superior, no debería culparnos realmente por dudar y cuestionarnos acerca de su naturaleza. ¿O sí? ¿Qué sentido tendría que nos hubiera dado inteligencia si íbamos a basar toda nuestra existencia, opiniones y acciones en un viejo libro escrito por un montón de gente distinta, y que sufrió muchas traducciones y manipulaciones?
   

domingo, 24 de febrero de 2013

Vivo


Es curioso, pero últimamente he pensado mucho en la muerte y al mismo tiempo me he sentido excesivamente vivo. He vivido más de la cuenta al dormir poco y soñar casi todo el tiempo que paso dormido. Por otro lado, los malestares en mi cuerpo me recuerdan a cada momento que definitivamente estoy vivo.

Sí, he estado más vivo que nunca, pero no necesariamente más presente en mi vida. Debo levantarme temprano para ir a mi puesto de trabajo y permanecer allí, alerta y productivo, alquilándole mi vida a otro por unas horas; las mejores horas del día. Obviamente recibiré la compensación necesaria para que mi vida pueda ser viable como proyecto en sociedad, incluyendo un seguro de salud que eventualmente debería acabar con mis dolencias.

Si dejo de sentirme mal, probablemente recupere el buen dormir y no sea tan negativo ante la idea de alquilar mi vida. Quizás nuevamente entre en la ilusión de que estoy forjando un gran futuro en el que cumpliré unos sueños que en este momento ni siquiera tengo muy claros. Me conformaré con que las cosas vayan lento y aplazaré mis ideas de realización intelectual ante la seguridad que da una consignación cada quince días. Tal vez hasta cínicamente renuncie a ellas embelesado por el confort de la «sociedad de consumo».

En cambio, en un momento de mala salud, con la sospecha, paranoica o no, de una muerte temprana, siento deseos de acelerar todo, de dar un golpe definitivo que me demuestre que valió la pena habitar este mundo: ya fueran 24, 28, 40 u 80 años. También emerge, claro, un gran sentimiento de culpa por todo el tiempo perdido. Por las horas que malgasté mirando al techo o llorando porque me sentía diferente e incompatible con el entorno en que me tocó crecer. Experimento más culpa de la que sería razonable para un no-creyente. A lo mejor en el fondo sí creo. Siempre creí que debía hacerlo todo perfecto y que se me castigaría por cada error.

Ahora mismo no sé cuál es la actitud o el comportamiento ideal, pero aparentemente no he abandonado el sendero correcto: pon buena cara y haz lo que tengas que hacer. No obstante, necesito un plan B. Algo que me permita sentir que realmente estoy presente en mi vida y que le doy la dimensión que se merece.