lunes, 10 de junio de 2013

De la inmadurez y el perreo

Es triste que en esta sociedad la concepción de madurez esté estrechamente ligada a la idea de «normalizarse». Si uno tiene un background alternativo, subcultural o contracultural, en algún momento se le pide a gritos que acoja estéticas y tendencias de las mayorías, ya que por algo son las mayorías. Es decir, tanta gente no puede estar equivocada: falacia ad populum. O así esté equivocada, merece toda esa condescendencia de nuestra parte.

La madurez debería verse como la capacidad de desarrollar gustos y opiniones más independientes, de ser más creativos y menos predecibles. Pero no. La sociedad se burla de los punketos y metaleros de más de 30 años porque fallaron en su intento —si es que al menos lo intentaron— de acoplarse. Porque siguen alienados por un juvenil espíritu gamberro, porque se resisten a los encantos normalizadores de Abercrombie y Hollister. Porque probablemente siguen aferrados a la endogamia; a la infantil idea de que deben compartir su vida con alguien que tenga los mismos gustos.

La tribu urbana es vista como la representación más patente de la inmadurez cultural, y aunque en parte estoy de acuerdo, tampoco me convence el pretendido camaleonismo pregonado por la mayoría cool. 

Pensemos en el baile, la actividad estandarizadora por excelencia, al menos en este país. Recuerdo haber fracasado muy pronto en mis intentos de baile social, a la edad de 6 o 7 años, y, solo en parte debido a la ausencia de aptitudes, principalmente por la incapacidad de comprender las ventajas de esa actividad, en adelante nunca sentí la necesidad de hacerlo.

Cuando descubrí el rock, sentí que tenía por fin una justificación para no bailar. Era rockero y eso me dotaba de un aura de misticismo que usaba para disculparme ante el mundo por muchas cosas, incluyendo mi fracaso en los deportes y la imposibilidad de relacionarme de forma natural con mis compañeros de clase, especialmente las mujeres. Era más inteligente que los demás y, encima, escuchaba mejor música, ¿por qué me iba a acomplejar?

Pero la sociedad no te perdona. No importa si eres un excelente escritor —no digo que yo lo sea, es un ejemplo—, si eres satanista o millonario. No importa qué música te guste realmente, ni cuáles sean tus ideas sobre el mundo, una sociedad vacía y mediocre como la colombiana, y tal vez más la caleña, espera que te encante la idea de entrar a un sitio crossover y tratar de disfrutar la insulsa música del momento; que te prendas con aguardiente, saques a bailar desconocidas —aun cuando las posibilidades de intimar con ellas al final de la noche sean reducidas— y  sigas todo los protocolos de lo que se ha convenido como divertido. En la pista todos somos iguales, y eso tiene un gran atractivo para muchos.

Incluso hay un elemento hipster involucrado, ya que muchos de los cool-maduros que abogan por esta normalización tienen gustos genuinos muy alejados de lo que los enloquece en la pista en una noche cargada de tragos y lujuria. En sus reproductores de música probablemente no tienen «con ropa haciendo el amor». Quizá desprecien realmente ese tipo de canciones, y la rumba la viven con un dejo de ironía. Algo que, debo confesar, intenté hacer, pero no funcionó.




Algo así (imagen tomada de Post-Rock Raven)


A propósito de un comentario en Facebook, hace algún tiempo, alguien dijo que yo era una persona cerrada y, encima, agregó que tenía una mentalidad típica de «ciudad pequeña». Que si algún día viviera en Bogotá, cambiaría mi visión de las cosas. La verdad no entendí por qué lo dijo. Ni Cali es una ciudad tan pequeña ni   es imposible encontrar metaleros-salseros o alternativos que bailan vallenato borrachos.

Lo que me queda de todo esto es que no importa que tenga una colección con más de dos mil artistas, que pueda disfrutar de decenas de estilos, canciones de diferentes idiomas y épocas, con intenciones expresivas a veces radicalmente opuestas, porque mientras encuentre molesta la voz del pusilánime ese cantante de Aventura, seré una persona supremamente cerrada. Estoy obligado a crear una cierta simpatía por ese tipo de cosas, pero claro, a la gran mayoría nunca le pedirán que se deje conmover o impresionar por Cocteau Twins, Booker T. and the MG's o Tortoise.

Lo siento, pero la salsa no hace parte de mis referentes culturales fuertes. O tal vez si sea fuerte, pero no positivo. Fue aquello en oposición a lo que crecí. Eso suena inmaduro, pero siento que la inmadurez ya pasó. Llegué a entender bastante de la historia del género y a respetar varios de sus momentos e intérpretes, pero no, no disfruto. No me produce ganas de bailar y, entonces, no lo hago.

¿Por qué es tan fundamental bailar? Mucha gente no tiene buena gramática, no sabe un segundo idioma, no es capaz de reformatear un computador, no puede generar una sola idea creativa. Sin embargo no los hacen sentir tan incompletos como a alguien que, como yo, no sabe ni le interesa bailar*.

Por eso me resultan incómodos los encuentros con extranjeros en mi ciudad. Generalmente no quieren envolverse en discusiones interesantes conmigo o analizar las diferencias entre nuestros gobiernos. Casi nunca tienen idea de las bandas que me gustan de sus países. En vez de eso, solo desean que como el típico caleño que debería ser, los llevé al lugar con la mejor rumba.

*Entiéndase bailar en el sentido pseudo-académico que predomina en esta sociedad refiriéndose a un baile estandarizado que se puede hacer bien o mal. Porque bailar, bailo. Cuando escucho música que me gusta muevo mi cuerpo anárquica y desprejuiciadamente.